¡Afrodictum! por Reynaldo Jiménez


:: Afrodicha ::



Ay, esta flocular rabieta, esta lumbre desigual, ilumina con su
esmalte el penacho de la noche. Porque ahora somos manada
en nuevos hangares: juglares en cuero, más que nada.

Y porque en las terrazas involucionamos entre “tintos de verano”
para oír los trenes bien lejos; porque los bichos con los que tropezamos
nos hablan de nichos níveos en pleno desierto; porque ayer o mañana
habrán existido estos caciques sin tipis ni razas, mantrando
carcajadas —grumos— al borde de las grammas:


¡comete todo, víbora pluvial, y esfumate! Devoranos el todo, pero
dejanos el postre: la postrer dentina de tu tarascón: el agrietado diente
con el que nos inyectás el afro-derrape, la vibra plural a deshora.

***
Porque en este diente está lo nuevo y lo más antiguo —porque
de este vientre gotea el disolvente universal.

JS, ¡Afrodictum!


De pronto y sin que nada lo anunciara —tal como es la poesía, cuando aparece, puro fuego­—, el espacio verbal se desocupa de la resaca significante; deja el lenguaje de ser el sufrido transmisor, afirmador-retaceador de sentidos o destructor-constructor de civilizaciones. Se accede nomás al poema por la ausencia misma de puertas. No constituye carencia sino un paso, más acá. Pasaje. Del Centro Detentador del Sentido, o la conciencia unilateral habitual, a la materia, viviente.


Un paso, un gran paso en relación a las coreografías poéticas de lo habitual, abriendo una tangente por medio del humo que invade los entornos. Por sobre el hormiguero-cultura que nos absorbe (en que nos absorbemos) la atención, degradando nuestros vínculos con lo incalculable mediante el recurso opresivo de los surcos rutinales —cuando no los hologramas apocalípticos—, sobrevuela la voz poética, aura en tránsito siempre de encarnación.


Ya en su libro anterior, Muletología, a Juan Salzano se lo podía percibir como un poeta en línea natural con Lautréamont. Pero no con la tela bien cortada y por cierto sanforizada del malditismo serial. Esa secuela producida en verdad recubre, como envoltorio de lo correctamente incorrecto, el maldecir lautremoniano, tornándolo otra coagulación comportamental, muy distinto a la veta aborigen —la de las imágenes irreductibles de las entrevisiones— aquí curtida.


Como en la canción de otro uruguayo, El Príncipe, en la poesía de Salzano hay lugar para “la tradición vudú y todo el surrealismo”. Hasta lo perturbador acá es epifánico. No lo sacramental, sino la intensidad, en sí misma sagrada debido a la entrega que convoca sin neutralizarla (espinas al aire) y a la integridad que articula sin organizarla. Por eso las entidades pasan y la voz escrita es el fuelle que rítmicamente las anima. Donde cuando se está en los comienzos, es el aprendizaje de la escritura mismo el que “dicta” el proceder compositivo: qué cosa será esto-de-escribir-esto, precisamente esto (ni esto ni aquello) y de qué va y adónde, la víbora pluvial afro-derrape, vibra plural a deshora.


Además de invocación, este segundo tratado salzánico, así como no proyecta convenciones fijas tampoco está dándole soga al maquinar anticonvencional, con sus congruentes predicamentos. Su consistencia homeopática decididamente se encuentra fuera del registro de los inventariadores, rutinarios de lo nuevo (verbigracia “la nueva poesía argentina”), certeros achatadores vía el apriete antológico (las “éticas” que tanto se nuncian en las vitrinas de “lo actual”) de los imperativos categóricos, cualquiera sean, aplicados como spray de un fijador sobre los devenires verbales.


La poesía visionaria se presenta, con frecuencia, según un modo intenso de entonar, modo por cierto irrepetible y por ende impredecible que, siendo entonación, da lo tonal. Una cierta tonalidad que encuentra equivalencia en la conciencia ampliada. Se mueve el personaje de la letra. (En cuanto a vincular el ser y la escritura, no se podrá sino seguir ensayando.) La inspiración bien podría consistir en abrir los sentidos desde ese tono inusual, sin embargo natural cuando acontece. La visión sería ese acontecimiento que se percata, interiorización respiratoria, rítmica, tonal, aurática, carnal, en un “interior” que no se opone a un externo ni se instala en alguna variante novedosa del panóptico.


La podredumbre general pierde peso proto-agónico cuando se la reintegra a la urdimbre de lo que diciéndose, queriendo decir, prosigue, mediante el aprecio procedimental, en un cruzamiento de fuerzas, invocadas por la palabra deslenguada. La que se suelta, medio inconsciente, del asirse al lenguaje, palabra llena de viento y de ecos, resurgiendo en forma de rectángulos diamantinos que son cristales de lava y volumen condensado, cosecha de encuentros en los paseos del pensar.

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